Huejutla, Hgo.- El 18 de marzo de 1952, fue fundada la escuela secundaria más arraigada en la psicología de los habitantes de Huejutla, la cual desde que fue instituida ostenta el nombre de Antonio Reyes Cabrera “El Tordo”, quien el 21 de mayo de 1866 ofrendará su vida para defender la soberanía del país durante la segunda invasión francesa, cuando se protagonizaron actos heroicos de gran y menor magnitud, como el que aconteció en la precitada fecha en la entonces Villa de Huejutla.
Sin duda, por el color de su piel, al humilde zapatero que según su biografía nació el día 13 de junio del año de 1831 en una vivienda del antiguo Barrio Arriba se le apodó tordo, como el pájaro negro que vuela libre en el aire cálido de la Huasteca. Quien así, con los anhelos y esperanzas de libertad, construyó su transcendente historia, enarbolando los ideales de don Benito Juárez García, consistentes en forjar un México independiente.
Las huellas indelebles del transcurso de los años son los “recuerdos”, que contados con precisión se tornan historia. Una de esas singulares evocaciones es la del profesor Jorge Luis Juárez Vega, egresado en la Generación 1970-1973 de la Escuela Secundaria Federal Héroe Antonio Reyes (ESFHAR), quien narró a través de un artículo los pormenores de la construcción del inmueble.
“Fueron años inolvidables, para una chamacada que estrenaba un moderno y funcional edificio, gestionado por ciudadanos comprometidos con el progreso de su tierra, ahora injustamente olvidados en la historia de la institución, la presente generación muestra más interés en reconocer el paso de los directivos y maestros, que en recordar a quienes sin más protagonismo que su elevada estatura moral, realizaron múltiples actividades para adquirir el predio en que se construiría la escuela secundaria de Huejutla.
Para tal fin, las autoridades de aquellos ayeres vendieron varios espacios públicos, como el que ocupa actualmente el Hotel Cuesta del Chorro; la vivienda de don Valentín Oviedo (por muchos años la terminal de los autobuses (ADO); y el lugar en donde se encuentra el edificio que fue propiedad del doctor Esteban Javier Hernández Martínez.
Era admirable observar el gran entusiasmo de las personas que participaban en todo, ya fuera en la realización de kermes; funciones de boxeo; colectas públicas; obras de teatro y corridas de toritos. En esos lances no era inusual ver al Many Zerón y al doctor Daniel Salazar vestidos de luces para ser aporreados por cuántos novillos les pusieran enfrente, pero eran revolcados para allegar recursos que posibilitaran la construcción del edificio.
En aquellos ayeres eran continuas las “pintas” y ocasionales excursiones que hacíamos al campo. El convivio y contacto con la pródiga y bella naturaleza era cotidiano, incluso la ESFHAR, compartía la zona rural de Huejutla, ya que lo que hoy es la colonia Hidalgo era sólo un potrero más, lleno de ganado, con sus lomas plenas de ese pintoresco verde al que tanto le cantó el doctor Salazar. Un pueblo de cuatro barrios: Tahuizán, Tecoluco, Potrerillos y Barrio Arriba, y lógicamente el centro del poblado, con sus señoriales casas de teja roja. Un pueblo con personajes como el Padre Chávelo; o el eterno galanazo de Patricio Talón. Pueblo retratado por Gilo Flores; saboreado con el exquisito pan de doña Buga; estacionado en la posada de doña Tomasa; condimentado con el buen mole de la señora Godolova Olivares; apostado en el garito de Germán Mendoza; degustado en las clásicas enchiladas de la iglesia; envuelto en las hojas de los tamales de San José, pero sobre todo, arropado en el verdor de los naranjos que rodeaban al pueblo, y el mangal de Yafar, situado en donde ahora se encuentra el mercado municipal.
Los primeros romances estaban en cierne, despertábamos al romanticismo y al amor, en un pueblo de serenatas y cortejos sanos. Una comarca de querencias idealizadas por las cintas cinematográficas de pistolas, de charros pendencieros y peleoneros, que exhibían en el Cine Primavera, películas de canciones bravías, de loas al inmenso amor, y noches de cortejos musicalizados en loor a los seres más divinos de la creación: las mujeres.
Época en que nuestro aseo personal se realizaba en los ríos, afluentes llenos de vida, con profundas pozas, hoy desaparecidas, las más sonadas por limpias y regular profundidad, eran las de Las Chacas y Los Cantores, lugares a los que íbamos en bola acompañados de amigas y amigos, compañeros de la secundaria, por lo regular, los más atrevidos.
En la poza de cristalinas aguas de Las Chacas, mi compadre Gualencho, para apantallar a Dea Salazar, se encaramó a un árbol de chalahuite para aventarse de la parte más alta, y a grito abierto emulando a Tarzan, el rey de la selva, se aventó pero cayó parado en una gigantesca espina de otate, y ahí sí que gritó de verdad, porque no le podíamos sacar la espina del pie.
A mí me pasó algo similar, ya que para impresionar a una bella compañerita que quería echarle los perros, me aventé una doble maroma desde el paredón más alto de la poza, pero cuando salía del agua nadando con el mayor garbo posible, alguien rodó una piedra que cayó en uno de los dedos de mis manos y casi me lo abre en dos. El fuerte dolor me hizo gemir más entonado que la llorona y i compadre Gualencho, juntos. Lógicamente, en una inolvidable época de bragados varones, machones a más no poder, es obvio que nuestro prestigio quedó mermado, y nuestras admiradoras y pretendidas féminas pues se decepcionaron de que por tan poca cosa armáramos semejante tragedia, a tal grado, que ya después ni nos pelaban.
Existía otra poza muy famosa, la de Los Cantores, la más grande, profunda y peligrosa de la población. Esta poza era solo para los más osados, expertos nadadores y pescadores. Poza por lo regular prohibida para los novatos como nosotros. Ahí, los más ingeniosos hacían balsas para navegar y se divertían a lo grande. Algunos nadaban con gran pericia, otros pescaban con pistolas de agua o anzuelos, había una gran variedad de peces. Pero el peligro era latente por la cantidad de víboras que existían y que atravesaban el manto de agua en compañía de los bañistas. La fauna y flora eran en extremo pródigas en esos años, centenarios ahuehuetes, mejor conocidos localmente como sabinos, le daban un toque prodigioso a esos lugares mágicos y de ensueño, de imborrable recuerdo para los vecinos y visitantes.
Esos hermosos rincones de Huejutla, fueron por muchas décadas el sitio de reunión de infinidad de personas que se congregaban para realizar su aseo personal, nadar, pescar o simplemente para lavar ropa. Aún costado de la poza de Los Cantores existía y aún se encuentra una centenaria ceiba bajo cuya fronda había un manantial que abastecía de agua a los habitantes de esa zona de Huejutla, Ahora esa ceiba está adicionada a una propiedad particular y de la poza ni el recuerdo queda.”
Por Salvador Altamirano